San Juan Crisóstomo: la "boca de oro" de la pastoral

Se recuerda el 13 de septiembre

Entre los Padres y Doctores de la Iglesia, el Beato Santiago Alberione citaba a menudo el ejemplo y la doctrina de san Juan Crisóstomo, considerándolo uno de los máximos Pastores de la Iglesia, que los miembros de la Familia Paulina debían conocer y hacer conocer, en particular para comprender la Escritura: “En los Padres se facilita el estudio de los libros santos. En efecto, ¿quién no gustará más la Biblia, tomando como guía la áurea elocuencia de san Juan Crisóstomo, la erudición poderosa y segura de san Jerónimo, la potente dialéctica de san Agustín, la noble y seria doctrina de san Basilio, la poesía penetrante de Gregorio Nacianceno? El estudio de los Padres es una luz verdadera que ilumina a los creyentes en Cristo, llama inextinguible en medio de las tinieblas del error, fuego sagrado para alimentar en nosotros el amor a la verdad. Es guía segura para conocer la historia de la religión cristiana, de su desarrollo y de su imposición frente al paganismo”.[1]

Esto es lo que él dice expresamente: “Juan Crisóstomo (347-407), nativo de Antioquía, monje, Obispo de Constantinopla. Es uno de los cuatro mayores Padres de la Iglesia oriental y Doctor de la Iglesia. Nos han llegado de él numerosas homilías de contenido bíblico sobre el Evangelio de san Mateo y de san Juan. Comentó las Cartas de san Pablo, del que fue un gran devoto”.[2]

A las Hermanas Pastorcitas muchas veces recordó el ejemplo y la doctrina de este Padre: Las lecturas, siempre: las traducciones del latín al italiano y del italiano al latín, francés y otras lenguas; lo que imprime en el ánimo los principios, el ejercicio, la práctica, el modo de comportarse como Pastorcitas. ¡Son tantas las cosas! Por ejemplo, san Gregorio Magno es el primer maestro de pastoral. San Juan Crisóstomo, maestro de pastoral. Unos han escrito y otros en cambio han ejecutado, como el Santo Cura de Ars: no ha escrito, pero ha realizado”.[3]

“San Juan Crisóstomo, Obispo de Constantinopla, había regañado al emperador por sus desórdenes. El emperador quiso vengarse; le sugirieron mandarlo en prisión, al exilio, la decapitación. Un consejero respondió: «Si lo aíslan él rezará, si lo asesinan él se alegrará; este hombre no teme sino al pecado».[4]

Era tan alta la estima por san Juan Crisóstomo que Alberione lo hizo reproducir a los pies del Apóstol, en la gloria de san Pablo, grupo marmóreo sobre el altar mayor del Templo de san Pablo en Alba, y en Roma, en el Santuario Regina Apostolorum, en el altar de san Pablo.

 

Rasgos biográficos

En el año 407 muere en el exilio Juan Crisóstomo, Padre de la Iglesia y pastor. Juan nació en Antioquía alrededor del 347. Recibido el Bautismo en edad adulta, entró enseguida a formar parte del clero antioqueno como lector. Iniciada la vida cenobítica, después de sólo cuatro años abandonó el monasterio para practicar la vida eremítica. Pero su salud no le permitió perseverar en tal propósito; aceptó entonces la invitación del Obispo, que lo llamaba a la ciudad para que fuese su estrecho colaborador.  

Entre los años 378 y 379 retornó a la ciudad. Ordenado diácono en el 381 y presbítero en el 386, se convirtió en un célebre predicador en las Iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos, seguidas de las conmemorativas de los mártires antioquenos y de otras sobre las festividades litúrgicas principales: se trata de una gran instrucción sobre la fe en Cristo, también a la luz de sus santos.

La intimidad con la Palabra de Dios, cultivada durante los años de soledad eremítica, había madurado en él la urgencia irresistible de predicar el Evangelio, de donar a los demás cuanto había recibido en los años de meditación. El ideal misionero lo lanzó así, alma de fuego, a la cura pastoral. Por doce años Juan, por su elocuencia llamado Crisóstomo, boca de oro, predicó incesantemente. En sus homilías denunció los abusos y las culpas

del clero, y asumió la defensa de los pobres condenando las injusticias sociales.

En el 397 fue elegido Patriarca de Constantinopla, y enseguida se propuso fortalecer la vida espiritual de la Diócesis, reformando el clero y las comunidades monásticas. Al mismo tiempo fundó hospitales y se ingenió para aliviar los aprietos de los sectores más pobres de la población.

Fue incansable en denunciar el contraste que existía en la ciudad entre el derroche extravagante de los ricos y la indigencia de los pobres, y al mismo tiempo, en sugerir a los ricos de acoger en su casa a los sin techo. Él veía a Cristo en los pobres; por eso invitaba a los que lo escuchaban a hacer otro tanto, y a obrar en consecuencia. Fue tan persistente su defensa de los pobres y la desaprobación de quien era demasiado rico, que suscitó contrariedades y aún hostilidad en su contra de parte de algunos ricos y de cuantos tenían en sus manos el poder político en la ciudad. A causa de esto fue depuesto de su cargo episcopal y exiliado. Convocado nuevamente después de breve tiempo, pudo retomar su actividad pastoral, pero solamente por dos meses, después fue arrestado mientras celebraba la Pascua en Constantinopla, y nuevamente exiliado. Extenuado por las fatigosas etapas de su exilio, Crisóstomo murió el 14 de septiembre del 407, lejos de la grey que había amado tanto.

 

“Al final de su vida, desde el destierro en las fronteras de Armenia, "el lugar más desierto del mundo", san Juan, enlazando con su primera predicación del año 386, retomó un tema muy importante para él: Dios tiene un plan para la humanidad, un plan "inefable e incomprensible", pero seguramente guiado por Él con amor (cf. Sobre la Providencia 2, 6). Ésta es nuestra certeza. Aunque no podamos descifrar los detalles de la historia personal y colectiva, sabemos que el plan de Dios se inspira siempre en su amor. Así, a pesar de sus sufrimientos, san Juan Crisóstomo reafirmó el descubrimiento de que Dios nos ama a cada uno con un amor infinito y por eso quiere la salvación de todos. Por su parte, el santo Obispo cooperó a esta salvación con generosidad, sin escatimar esfuerzos, durante toda su vida. De hecho, consideraba como fin último de su existencia la gloria de Dios que, ya moribundo, dejó como último testamento: "¡Gloria a Dios por todo!" (Paladio, Vida 11). San Juan Crisóstomo es uno de los Padres más prolíficos: de él nos han llegado 17 tratados, más de 700 homilías auténticas, los comentarios a san Mateo y a san Pablo (cartas a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios y a los Hebreos) y 241 cartas. No fue un teólogo especulativo. Sin embargo, transmitió la doctrina tradicional y segura de la Iglesia en una época de controversias teológicas suscitadas sobre todo por el arrianismo, es decir, por la negación de la divinidad de Cristo. Por tanto, es un testigo fiable del desarrollo dogmático alcanzado por la Iglesia en los siglos IV y V. Su teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la preocupación de la coherencia entre el pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial. Este es, en particular, el hilo conductor de las espléndidas catequesis con las que preparaba a los catecúmenos para recibir el Bautismo”.[5]

 

Digno de especial mención es el esfuerzo extraordinario puesto en obra por san Juan Crisóstomo para promover la reconciliación y la plena comunión entre los cristianos de Oriente y Occidente. En particular, fue decisiva su contribución para poner fin al cisma que separaba la sede de Antioquía y la de Roma y de las otras Iglesias Occidentales. En el tiempo de su consagración como Obispo de Constantinopla, Juan envió una delegación al Papa Siricio, a Roma. Como sostén de esta misión, en vista de su proyecto de poner fin al cisma, obtuvo la colaboración del Obispo de Alejandría de Egipto. El Papa Siricio respondió positivamente a la iniciativa diplomática de Juan; el cisma fue resuelto pacíficamente y se restableció la plena comunión entre las Iglesias, aunque no definitivamente.  

La fe del Crisóstomo en el misterio de amor que une los creyentes a Cristo y entre sí lo condujo a expresar una profunda veneración por la Eucaristía, veneración que alimentó particularmente en la celebración de la Divina Liturgia. Una de las más ricas expresiones de la Liturgia oriental lleva su nombre: “La Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo”. Juan comprendía que la Divina Liturgia pone espiritualmente el creyente entre la vida terrena y las realidades celestiales que ha prometido el Señor. Expresaba a Basilio Magno su temor reverencial al celebrar los sagrados misterios con estas palabras: «Cuando tú ves el Señor inmolado yacer sobre el altar y el sacerdote que, estando de pie, ora sobre la víctima…  ¿puedes aún pensar de estar entre los hombres, de estar sobre la tierra? ¿No eres, al contrario, enseguida transportado al cielo?». Los sagrados ritos, dice Juan, «no sólo son maravillosos para ver, sino extraordinarios por el temor reverencial que suscitan. Ahí está de pie el sacerdote… que hace descender el Espíritu Santo, él ruega prolongadamente que la gracia que desciende sobre el sacrificio pueda iluminar en aquel lugar la mente de todos y hacerlas más

espléndidas que la plata purificada en el fuego. ¿Quién puede despreciar este venerado misterio?».

Naturalmente de la contemplación del Misterio Juan saca las consecuencias morales en las que implica sus oyentes: les recuerda que la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo los obliga a ofrecer asistencia material a los pobres y a los hambrientos que viven entre ellos. La mesa del Señor es el lugar donde los creyentes reconocen y acogen al pobre y al necesitado que tal vez antes habían ignorado. Exhorta a los fieles de todos los tiempos a ver más allá del altar sobre el que se ofrece el sacrificio eucarístico, a ver Cristo en la persona de los pobres, recordando que gracias a la ayuda prestada a los necesitados, podrán ofrecer sobre el altar de Cristo un sacrificio agradable a Dios.

Este gran pastor testifica su amor extraordinario también por la Palabra de Dios: “Muchas grandes ondas y amenazadoras tempestades nos asechan, pero no tenemos miedo de ser sumergidos, porque estamos fundados sobre roca. (…) No temo la pobreza, no codicio riquezas, no temo la muerte ni deseo vivir, sino por el bien de ustedes. (…) ¿Me apoyo sobre mis fuerzas? No, porque tengo su garantía, tengo su Palabra: Ella es mi bastón, mi seguridad, mi puerto seguro y tranquilo. Aún si todo el mundo está trastornado, tengo en mis manos la Escritura, leo su Palabra: Ella es mi seguridad y mi defensa. (…) En cualquier parte que el Señor me quiera, le doy gracias. Donde yo esté, allí estarán también ustedes. Donde estén ustedes, allí estaré también yo. Nosotros somos un cuerpo solo, y no se separa la cabeza del cuerpo, ni el cuerpo de la cabeza. Aunque estemos distantes estamos unidos en la caridad, más aún, ni la muerte podrá separarnos”.[6]

 

Hna. Giuseppina Alberghina, sjbp

 

Notas

[1] P. Santiago Alberione, APOSTOLATO DELL’EDIZIONE (1°. edición), escrita en 1944, Año de la última edición presente: 2000, Opera Omnia. El párrafo presente fue tomado de Parte: PARTE SECONDA - GLI APOSTOLATI DELLA STAMPA, DEL CINEMA E DELLA RADIO - Capítulo: Prima Sezione - L'APOSTOLATO DELLA STAMPA Parágrafo: CAPO XIII - I SANTI PADRI - Pág. 195 - num. 235. 

[2] P. Santiago Alberione, ALLE FIGLIE DI SAN PAOLO 1929-1933 (1929), escrita en 1929, Año edición presente: 2005. El párrafo presente fue tomado de Parte: MEDITAZIONI VARIE 1929 - Capítulo: 1. L'APOSTOLATO Parágrafo: [III. Necessità della diffusione e iniziative prioritarie] - Pág.: 48, nota a pie de página.

[3] P. Santiago Alberione, ALLE SUORE PASTORELLE, AAP 1963, 449.

[4] P. Santiago Alberione, ALLE SUORE PASTORELLE, PrP IV, 1949, 37.

[5] Benedicto XVI, Catequesis en las Audiencias Generales de los miércoles, 19 y 26 de septiembre de 2007.

[6] De las Homilías de San Juan Crisóstomo, PG 52, 427-430.