San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir

Martirizado alrededor del año 107, se recuerda el 17 de octubre.

Entre los modelos de santidad pastoral, recordamos a San Ignacio de Antioquia, extraordinario obispo y mártir, discípulo de Juan evangelista. Su testimonio de santidad y de pasión por la comunión eclesial puede ayudarnos a vivir nuestra misión y progresar en el camino de santidad.

 

Etimología del nombre: Ignacio = de fuego, del latín: igneus = ígneo.

Símbolo: el cayado (bastón pastoral), y la palma del martirio.

 

Fue el tercer obispo de Antioquía, en Siria, tercera metrópoli del mundo antiguo después de Roma y Alejandría de Egipto, y de la cual san Pedro fue el primer obispo. No era ciudadano romano, y se cree que no fue cristiano de nacimiento, sino que se convirtió tardíamente. Mientras era obispo de Antioquía, el Emperador romano Trajano dio inicio a su persecución. Arrestado y condenado, Ignacio fue conducido, encadenado, de Antioquía a Roma, donde se preparaban las fiestas en honor del Emperador, y los cristianos debían servir de espectáculo, en el circo, destrozados por las fieras.
 

Durante el viaje de Antioquía a Roma, Ignacio escribió siete cartas, en las cuales exhortaba a los cristianos a alejarse del pecado, a cuidarse de los errores, a mantener la unidad de la Iglesia. Otra cosa pedía, sobre todo a los cristianos de Roma: de non intervenir en su favor y de no salvarlo del martirio. En el año 107 fue desmembrado por las fieras, hacia las cuales demostró gran ternura. «Acarícienlas - escribía – a fin de que sean mi tumba, y no dejen nada de mi cuerpo, para que mi funeral no sea costoso para nadie».
 

En el Martirologio Romano leemos: Memoria de san Ignacio, obispo y mártir, discípulo de san Juan Apóstol, que guió, después de san Pedro, la Iglesia de Antioquia. Condenado a las fieras bajo el Emperador Trajano, fue llevado a Roma donde fue coronado de un glorioso martirio; durante el viaje, mientras experimentaba la ferocidad de los guardias, semejante a la de los leopardos, escribió siete cartas a diversas Iglesias, en las cuales exhortaba a los hermanos a servir a Dios en comunión con los obispos, y a no impedir que fuese inmolado como víctima por Cristo.

 

 

Así escribió a los cristianos di Éfeso:

““No os hablo con autoridad, como si fuera alguien. Pues, aunque estoy encarcelado por el nombre de Cristo, todavía no he llegado a la perfección en Jesucristo. Ahora, precisamente, es cuando empiezo a ser discípulo suyo y os hablo como a mis condiscípulos. Porque lo que necesito más bien es ser fortalecido por vuestra fe, por vuestras exhortaciones, vuestra paciencia, vuestra ecuanimidad. Pero, como el amor que os tengo me obliga a hablaros también acerca de vosotros, por esto me adelanto a exhortaros a que viváis unidos en el sentir de Dios.”

Carta a los Efesios, 2,2-5,2

 

Y a los cristianos de Roma, que estaba por encontrar:

“Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva que me habla y me dice: «Ven al Padre». No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de David, y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible.
Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo. Rogad por mí a Cristo, para que, por medio de esos instrumentos, llegue a ser una víctima para Dios.
De nada me servirían los placeres terrenales ni los reinos de este mundo. Prefiero morir en Cristo Jesús que reinar en los confines de la tierra. Todo mi deseo y mi voluntad están puestos en aquel que por nosotros murió y resucitó. Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva.”

Carta a los Romanos 4, 1-2; 6, 1 - 8, 3