San Ireneo de Lyon

Se recuerda el 28 de junio

Las noticias biográficas acerca de él provienen de su mismo testimonio, transmitido por Eusebio en el quinto libro de la Historia Eclesiástica.

 

San Ireneo nació con gran probabilidad, entre los años 135 y 140, en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía), donde en su juventud fue alumno del obispo san Policarpo, quien a su vez fue discípulo del apóstol san Juan. No sabemos cuándo se trasladó de Asia Menor a la Galia, pero el viaje debió de coincidir con los primeros pasos de la comunidad cristiana de Lyon:  allí, en el año 177, encontramos a san Ireneo en el colegio de los presbíteros. Precisamente en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio.

 

La misión romana evitó a san Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, que murió a causa  de  los malos tratos sufridos en la cárcel. De este  modo,  a su  regreso,  san Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se concluyó hacia el año 202-203, quizá con el martirio.

 

San Ireneo es ante todo un hombre de fe y un Pastor. Tiene la prudencia, la riqueza de doctrina y el celo misionero del buen pastor. Como escritor, busca dos finalidades:  defender de los asaltos de los herejes la verdadera doctrina y exponer con claridad las verdades de la fe. A estas dos finalidades responden exactamente las dos obras que nos quedan de él:  los cinco libros Contra las herejías y La exposición de la predicación apostólica, que se puede considerar también como el más antiguo «catecismo de la doctrina cristiana».

 

En definitiva, san Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías. La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la gnosis, una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, que no pueden comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales —se llamaban gnósticos— comprenderían lo que se ocultaba detrás de esos símbolos y así formarían un cristianismo de élite, intelectualista. Obviamente, este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes corrientes con pensamientos a menudo extraños y extravagantes, pero atractivos para muchos. Un elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios, Padre de todos, creador y salvador del hombre y del mundo.

Cimentándose firmemente en la doctrina bí-

blica de la creación, san Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades corporales. Reivindica con decisión la santidad originaria de la materia, del cuerpo, de la carne, al igual que la del espíritu. Pero  su  obra  va  mucho  más  allá de la confutación  de  la herejía; en  efecto,  se puede decir que se presenta  como el primer gran teólogo de la Iglesia, el que creó la teología sistemática; él mismo habla del sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe. En el centro de su doctrina está la cuestión de la «Regla de la fe» y de su transmisión. Para san Ireneo la «Regla de la fe» coincide en la práctica con el Credo de los Apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender qué quiere decir, cómo debemos leer el Evangelio mismo.

 

De hecho, el Evangelio predicado por san Ireneo es el que recibió de san Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de san Policarpo se remonta al apóstol san Juan, de quien san Policarpo fue discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el transmitido por los obispos, que lo recibieron en una cadena ininterrumpida desde los Apóstoles. En particular, san Ireneo se dedica a explicar el concepto genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos:

 

ü La Tradición apostólica es «pública», no privada o secreta. Para san Ireneo no cabe duda de que el contenido  de  la  fe transmitida por la Iglesia es el recibido de  los Apóstoles y de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiera conocer la verdadera doctrina le basta con conocer «la Tradición que procede de los Apóstoles y la fe anunciada a los hombres»:  tradición  y  fe que «nos han llegado a través de la sucesión de los obispos» (Contra las herejías III, 3, 3-4).

 

ü La Tradición apostólica es «única». En efecto, mientras el gnosticismo se subdivide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto, san Ireneo llama precisamente regula fidei o veritatis. Por ser única, crea unidad a través de los pueblos, a través de las diversas culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y culturas.

 

ü Por último, la Tradición apostólica es  «pneumatica», es decir guiada por el Espíritu Santo. No se trata de una transmisión confiada a la capacidad de hombres más o menos instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la transmisión de la fe. Esta es la «vida» de la Iglesia; es lo que la mantiene siempre joven, es decir, fecunda con muchos carismas. La Iglesia y el Espíritu, para san Ireneo, son inseparables:  «Esta fe», leemos en el tercer libro Contra las herejías, «que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un depósito valioso conservado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer al vaso mismo que lo contiene. (...) Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y toda gracia” (III, 24, 1).

 

Párrafos escogidos de Benedicto XVI

Catequesis durante la audiencia del miércoles  28 de marzo de 2007

 

 

¡La gloria de Dios es el hombre viviente!

 

«La claridad de Dios da la vida: es decir, quienes ven a Dios tienen parte en la vida. Por eso el que no puede ser abarcado, comprendido ni visto, concede a los seres humanos que lo vean, lo comprendan y abarquen, a fin de darles la vida una vez que lo han visto y comprendido. (…) Porque la gloria de Dios es el hombre viviente: y la vida del hombre es la visión de Dios. Si la manifestación de Dios por la creación da vida en la tierra a todos los vivientes, mucho más la manifestación por el Verbo del Padre da vida a aquellos que contemplan a Dios.»

 

(Ireneo de Lyon, Contra los herejes, 4,20,5-7)