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Las noticias
biográficas acerca
de él provienen de
su mismo testimonio,
transmitido por
Eusebio en el quinto
libro de la
Historia
Eclesiástica.
San Ireneo nació con
gran probabilidad,
entre los años 135 y
140, en Esmirna (hoy
Izmir, en Turquía),
donde en su juventud
fue alumno del
obispo san
Policarpo, quien a
su vez fue discípulo
del apóstol san
Juan. No sabemos
cuándo se trasladó
de Asia Menor a la
Galia, pero el viaje
debió de coincidir
con los primeros
pasos de la
comunidad cristiana
de Lyon: allí,
en el año 177,
encontramos a san
Ireneo en el colegio
de los presbíteros.
Precisamente en ese
año fue enviado a
Roma para llevar una
carta de la
comunidad de Lyon al
Papa Eleuterio.
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La misión romana
evitó a san Ireneo
la persecución de
Marco Aurelio, en la
que cayeron al menos
48 mártires, entre
los que se
encontraba el mismo
obispo de Lyon,
Potino, de noventa
años, que murió a
causa de los malos
tratos sufridos en
la cárcel. De este
modo, a su
regreso, san
Ireneo fue elegido
obispo de la ciudad.
El nuevo pastor se
dedicó totalmente al
ministerio
episcopal, que se
concluyó hacia el
año 202-203, quizá
con el martirio.
San Ireneo es ante
todo un hombre de fe
y un Pastor. Tiene
la prudencia, la
riqueza de doctrina
y el celo misionero
del buen pastor.
Como escritor, busca
dos finalidades:
defender de los
asaltos de los
herejes la verdadera
doctrina y exponer
con claridad las
verdades de la fe. A
estas dos
finalidades
responden
exactamente las dos
obras que nos quedan
de él: los
cinco libros
Contra las herejías
y La exposición
de la predicación
apostólica, que
se puede considerar
también como el más
antiguo «catecismo
de la doctrina
cristiana».
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En
definitiva,
san
Ireneo
es el
campeón
de la
lucha
contra
las
herejías.
La
Iglesia
del
siglo II
estaba
amenazada
por la
gnosis,
una
doctrina
que
afirmaba
que la
fe
enseñada
por la
Iglesia
no era
más que
un
simbolismo
para los
sencillos,
que no
pueden
comprender
cosas
difíciles;
por el
contrario,
los
iniciados,
los
intelectuales
—se
llamaban
gnósticos—
comprenderían
lo que
se
ocultaba
detrás
de esos
símbolos
y así
formarían
un
cristianismo
de
élite,
intelectualista.
Obviamente,
este
cristianismo
intelectualista
se
fragmentaba
cada vez
más en
diferentes
corrientes
con
pensamientos
a menudo
extraños
y
extravagantes,
pero
atractivos
para
muchos.
Un
elemento
común de
estas
diferentes
corrientes
era el
dualismo,
es
decir,
se
negaba
la fe en
el único
Dios,
Padre de
todos,
creador
y
salvador
del
hombre y
del
mundo.
Cimentándose
firmemente
en la
doctrina
bí- |
blica de
la
creación,
san
Ireneo
refuta
el
dualismo
y el
pesimismo
gnóstico
que
devalúan
las
realidades
corporales.
Reivindica
con
decisión
la
santidad
originaria
de la
materia,
del
cuerpo,
de la
carne,
al igual
que la
del
espíritu.
Pero su
obra
va
mucho
más
allá de
la
confutación
de la
herejía;
en
efecto,
se
puede
decir
que se
presenta
como el
primer
gran
teólogo
de la
Iglesia,
el que
creó la
teología
sistemática;
él mismo
habla
del
sistema
de la
teología,
es
decir,
de la
coherencia
interna
de toda
la fe.
En el
centro
de su
doctrina
está la
cuestión
de la
«Regla
de la
fe» y de
su
transmisión.
Para san
Ireneo
la
«Regla
de la
fe»
coincide
en la
práctica
con el
Credo
de
los
Apóstoles,
y nos da
la clave
para
interpretar
el
Evangelio,
para
interpretar
el Credo
a la luz
del
Evangelio.
El
símbolo
apostólico,
que es
una
especie
de
síntesis
del
Evangelio,
nos
ayuda a
comprender
qué
quiere
decir,
cómo
debemos
leer el
Evangelio
mismo. |
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De hecho, el
Evangelio predicado
por san Ireneo es el
que recibió de san
Policarpo, obispo de
Esmirna, y el
Evangelio de san
Policarpo se remonta
al apóstol san Juan,
de quien san
Policarpo fue
discípulo. De este
modo, la verdadera
enseñanza no es la
inventada por los
intelectuales,
superando la fe
sencilla de la
Iglesia. El
verdadero Evangelio
es el transmitido
por los obispos, que
lo recibieron en una
cadena
ininterrumpida desde
los Apóstoles. En
particular, san
Ireneo se dedica a
explicar el concepto
genuino de Tradición
apostólica, que
podemos resumir en
tres puntos: |
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ü
La Tradición
apostólica es «pública»,
no privada o
secreta. Para san
Ireneo no cabe duda
de que el contenido
de la fe
transmitida por la
Iglesia es el
recibido de los
Apóstoles y de
Jesús, el Hijo de
Dios. No hay otra
enseñanza. Por
tanto, a quien
quiera conocer la
verdadera doctrina
le basta con conocer
«la Tradición que
procede de los
Apóstoles y la fe
anunciada a los
hombres»:
tradición y fe que
«nos han llegado a
través de la
sucesión de los
obispos» (Contra
las herejías
III, 3, 3-4).
ü
La Tradición
apostólica es «única».
En efecto, mientras
el gnosticismo se
subdivide en
numerosas sectas, la
Tradición de la
Iglesia es única en
sus contenidos
fundamentales que,
como hemos visto,
san Ireneo llama
precisamente
regula fidei o
veritatis.
Por ser única, crea
unidad a través de
los pueblos, a
través de las
diversas culturas, a
través de pueblos
diferentes; es un
contenido común como
la verdad, a pesar
de las diferentes
lenguas y culturas.
ü
Por último, la
Tradición apostólica
es «pneumatica»,
es decir guiada por
el Espíritu Santo.
No se trata de una
transmisión confiada
a la capacidad de
hombres más o menos
instruidos, sino al
Espíritu de Dios,
que garantiza la
fidelidad de la
transmisión de la
fe. Esta es la
«vida» de la
Iglesia; es lo que
la mantiene siempre
joven, es decir,
fecunda con muchos
carismas. La Iglesia
y el Espíritu, para
san Ireneo, son
inseparables:
«Esta fe», leemos en
el tercer libro
Contra las herejías,
«que hemos recibido
de la Iglesia, la
guardamos con
cuidado, porque sin
cesar, bajo la
acción del Espíritu
de Dios, como un
depósito valioso
conservado en un
vaso excelente,
rejuvenece y hace
rejuvenecer al vaso
mismo que lo
contiene. (...)
Donde está la
Iglesia, allí está
también el Espíritu
de Dios; y donde
está el Espíritu de
Dios, allí está
también la Iglesia y
toda gracia” (III,
24, 1).
Párrafos escogidos
de Benedicto XVI
Catequesis
durante la audiencia
del miércoles 28 de
marzo de 2007 |
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